"LA CUCARACHA" (cuento) Uriel Rodríguez Ramírez.

LA CUCARACHA

 

Mi temporada favorita del año es diciembre, y es que son vacaciones, lo que equivale a decir que puedo desvelarme viendo películas, jugar en mi cuarto por horas y despertarme a la hora que yo quiera. No es que me desagrade la escuela, es solo que prefiero hacer todas esas actividades que me gustan. Otra razón por la que diciembre es mi mes favorito, es por la feria de Zumpango. Por lo que me ha explicado mi padre, el 8 de diciembre se celebra a la Purísima Concepción, que fue construida sobre el templo prehispánico dedicado a la diosa Mayahuel en esta región.

Es por eso que durante más de una semana el centro de Zumpango se pinta de muchos colores. La iglesia está adornada con un montón de flores de todos los tipos: rosas, gerberas, orquídeas, entre muchas otras. En el día huele a dulce y a comida, por las noches se ilumina el centro de pirotecnia y de focos de colores de los juegos mecánicos.

Pero a mí lo que más me gusta son los juegos y los puestos de dulces tradicionales, y es que a mi familia, principalmente a mis abuelos, les encantan los dulces típicos mexicanos como la palanqueta o el mazapán de cacahuate. Sé claramente cuando el 8 de diciembre está próximo a llegar, y es que una semana antes cierran las calles de alrededor, los puestos y juegos se instalan. Y también porque en mi casa se hace una pequeña celebración con comida mexicana.

Recuerdo un día que llegué a la feria. Como era el primer día, aún faltaban por instalarse algunos puestos. Caminaba para encontrar principalmente maquinitas de dulces, cuando me di la vuelta hacia el callejón de la Pedro vi un puesto pequeño que no había visto en ferias anteriores. El puesto era como de un metro, por fuera tenía una lona rayada de colores y arriba un letrero grande que decía “arqueología moderna”. Por dentro estaba llena de chácharas, juguetes antiguos, fotos y demás cosas; lo que me llamó la atención es que algunas se veían extrañas pero interesantes.
Como tenía ahorrado algo de dinero, decidí acercarme para ver qué cosas podría comprar. El señor que estaba atendiendo tenía una barba blanca que llegaba casi hasta sus pies, llevaba un sombrero negro, su rostro se me hacía familiar, pero estaba seguro de que era la primera vez que lo veía.
 
—Adelante, jovenzuelo. —¿Qué es lo que te interesa? —me dijo, volteando a ver todos sus productos.
 
Había varias cosas que me llamaban la atención: un tren a escala, un mapa donde se veían todos los lagos de México, un globo terráqueo. Pero lo que más me atrajo fue una insignia con un collar de los colores de la bandera. 
—¿Acaso te llama la atención el tren a escala? Es muy bonito, ¿verdad? No vas a creer cuánto tiempo ha estado conmigo y a qué época pertenece.
—Sí, es bonito, pero más bien lo que estaba viendo es esa insignia que está por ese lado— dije, señalando la parte de arriba del puesto.
—Claro— respondió—, la medalla de don Porfirio, vaya que tienes gustos peculiares.
La descolgó para enseñármela, estaba algo pesada, en medio tenía grabado, algo que ya no se distinguía muy bien, pero era muy bonita.
—¿Cuánto cuesta? — pregunté.
—Es algo cara, pero hoy estás de suerte; la verdad, me caíste bien, así que te la daré a un buen precio y además, porque quiero que te la lleves. Esta insignia, lo creas o no, tiene mucha magia por dentro, así que ten cuidado cuando la uses.

Casi me gasté todo lo que tenía ahorrado de dinero en esa medalla, no sé... algo me atraía.
Después de darme algunas vueltas más por la feria, regresé a mi casa, comí un rico pozole hecho por mi abuela. Ya entrada la noche, estaba en mi cuarto escuchando música mientras veía la medalla. Por detrás tenía una fecha grabada, “1911”, y al lado decía “la cucaracha”. La empecé a frotar y notaba que entre más lo hacía, más se distinguía lo que estaba grabado en ella, hasta que de pronto las letras empezaron a iluminarse. Después toda la medalla se iluminó; era una luz que me empezaba a cegar, cada vez más intensa.

Mis ojos empezaban a cerrarse de lo intensa que ya era la luz; después me quedé viendo blanco por algunos segundos. Cuando poco a poco empecé a ver de nuevo, no podía creer lo que veía, era como si me hubiera transportado a un pueblo muy lejano, estaba en otro lugar, no sabía en dónde me encontraba.

Caminé por el lugar, eran calles de tierra, las casas eran pequeñas, parecían hechas de adobe y piedras grandes, había caballos amarrados en las esquinas, las personas en su mayoría usaban sombrero y vendían accesorios de lo que parecía ser barro. Conforme avanzaba, notaba que las casas se me hacían familiares; era como si ya hubiera recorrido esas calles, hasta que de pronto distinguí un edificio: era la parte de atrás del auditorio de La Pedro.

Seguí avanzando y empezaba a ver el centro y a más gente. Lo que vi me impresionó mucho, pues no estaba en otro lugar, estaba en Zumpango, pero un Zumpango de muchos años atrás. El centro estaba cambiado, pero se mantenía la esencia del lugar; estaba más despejado, había árboles de metros de altura y junto a ellos un depósito de agua muy grande. Los edificios parecían antiguos, pero nuevos; es raro de explicar.
En frente de la iglesia había mucha gente reunida, aplaudiendo y brincando. Me acerqué para ver qué estaba pasando, cuando de repente un fuerte sonido hizo que todos volteáramos a la derecha. Era un gran e imponente ferrocarril, hasta arriba estaban varios hombres con armas y al lado un señor con un gran bigote. Tenía una cara seria y estaba vestido de militar; saludaba a todo el mundo y la gente aplaudía.

Alguien al lado de mí gritó:
¡Viva Porfirio Díaz!
Yo no sé mucho de historia, pero a ese señor lo había visto en los libros de texto de historia, solo que en los libros se ve más alto, como regañón, pero es muy bajito; a lo mucho medirá un metro con sesenta y cinco. Cuando bajó del ferrocarril, noté que su traje estaba lleno de medallas, todas perfectamente acomodadas, pero le faltaba una.
No podía creer que estaba viendo a una persona que aparecía en los libros de la escuela, a alguien tan importante; lástima que no estaba muy informado de su vida.
La cabeza me daba vueltas solo de pensar, me preguntaba: ¿Cómo había llegado a esta época? ¿Cómo me regreso a la actualidad? Pensaba y pensaba.

Me fui a sentar a una banca del centro y escuchaba cómo dos personas conversaban acerca del ferrocarril. Extrañamente lo llamaban “La Cucaracha”. Ponía atención a la gente, a cómo se vestían, a su forma de hablar; me parecían extraños, como ajenos, pero el extraño no era la gente de alrededor, era yo. Ya que estaba en una época que no era la mía, se me quedaban viendo, me miraban de abajo hacia arriba, les llamaba la atención mis zapatos, mi reloj, todo lo que traía puesto.

Cuando metí mi mano en mi bolsillo, noté que la insignia estaba conmigo. Miré las letras, estaban bien marcadas, parecía que estaba nueva. Como la gente me miraba, decidí guardarla y también decidí comprar un sombrero largo como los que todos los hombres usaban, y uno de esos chalecos de colores.
Y así paseaba por un Zumpango antiguo; me metí en la calle Ferrocarril Cintura para ver cómo era mi casa en esta época. Para mi sorpresa, cuando llegué, solo había un cuarto relativamente pequeño y alrededor estaba todo baldío. Como la puerta estaba abierta, decidí entrar. En el interior solo había vasos llenos de lo que parecía ser pulque.

—¿Quién eres tú y por qué entras a mi casa?
Me di la vuelta y era un señor como de unos 70 años de edad.
—Lo siento, me equivoqué de casa — dije.

El señor se me quedó viendo, en sus ojos veía furia. Gritaba algo de los aliados, algo de los científicos de Porfirio. Yo no entendía nada. De pronto, sus brazos se extendieron hacia donde estaba yo con la intención de lastimarme, así que me agaché y vi cómo en mi bolsa la medalla se iluminaba de nuevo. Cerré los ojos, y cuando los volví a abrir, estaba temblando un poco, pero estaba en mi casa, estaba en mi cuarto, estaba a salvo de todo, estaba en mi época, en el Zumpango actual.

 

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