Capitulo 1: El navegante imagina. Uriel Rodz.
Cuando el navegante de planetas tenía apenas unos ocho años, recuerda que siempre le llamó la atención la música, como si en otra vida hubiera sido un músico reconocido, o algo parecido. La primera vez que imaginó vivir esa experiencia fue a esa edad, y ocurrió en la madrugada, ese momento del día donde —dicen— los sueños están despiertos.
Esa noche no podía dormir. Giraba de un lado a otro, inquieto. En el fondo, quizá no quería dormir, porque desde lejos, muy tenue, se escuchaba música. Resulta que justo enfrente de su casa había un bar muy famoso en aquel entonces. Quién diría que años después, ese tipo de lugares se volvería su hábitat natural. El navegante de planetas, sin saberlo, ya empezaba a encontrar su rumbo.
Cuando una canción se le quedaba pegada en la cabeza, no podía dejar de repetir el coro. Era como si fuera una abeja, pero de esas que no duelen al picar —al contrario, se sienten bonitas.
Así que ese pequeño navegante, en lugar de seguir intentando dormir, hizo a un lado sus cobijas, se puso los tenis con los que había jugado fútbol y, de manera muy consciente y silenciosa, abrió la puerta de su cuarto, cuidando no hacer absolutamente ningún ruido. Como si la puerta estuviera hecha de los sentimientos de la persona más importante para él.
Después subió a la azotea. Era de madrugada, hacía un poco de frío, pero en ningún momento dudó en quedarse ahí. Permaneció durante horas, como las personas que tomaban y cantaban en ese bar, junto a aquella banda de rock. Solo que él lo hacía desde su propia casa, desde lo alto, en su azotea. Escuchaba con claridad la batería, se emocionaba cuando había un solo de guitarra difícil, y ponía atención para ver si quien tocaba lo hacía bien, o se equivocaba en su intento.
Pensó que era libre. Que todo se podía tocar. Que podía tener alas y lanzarse desde la azotea sin ningún miedo a caer, porque esas alas le daban la seguridad de que todo estaría bien. Fue entonces cuando pensó por primera vez en ser músico. Ese fue el primer día, en toda su breve existencia, en que se dijo a sí mismo que tocaría un instrumento, y que, si tenía suerte, cuando fuera un navegante adulto, estaría en ese mismo bar frente a su casa, tocando canciones que inspiraran a la gente.
No supo por qué, pero le dieron ganas de llorar. Sus ojos se pusieron cristalinos, y las lágrimas caían en sus manos, que poco a poco se convertían en poesía.
Al día siguiente era sábado, así que no tenía la preocupación de levantarse temprano para ir a la escuela. Al navegante de planetas siempre le ha costado trabajo madrugar. Es una de las pocas cosas que no le gusta hacer. Como si la cama fuera una camisa de fuerza de la que, por más que lo intente, nunca pudiera escapar.
Las epifanías suceden todo el tiempo. Solo tienes que prestar atención para poder verlas.
Esa mañana, una música suave, con un tono nostálgico, lo despertó. Aquellas notas invisibles lo envolvían por completo. Sentía que lo sostenían y lo elevaban por encima de la cama. Cuando buscó con los ojos el origen de ese sonido triste pero alegre, se dio cuenta de que era el Hombre de Paja —su padre— quien, en el patio de la casa, rodeado de plantas y naturaleza, le cantaba a los recuerdos. Le cantaba al pasado, a lo que no será, con una melodía de "Reloj", de Los Panchos.
El Hombre de Paja no aparecerá mucho en esta historia. No porque no sea importante, sino más bien porque no estuvo tan presente. Así que habló más su ausencia que toda su presencia. El cantaba en medio de todo.
El pequeño navegante de planetas se acercó y se quedó viendo sus manos, que se movían rápidamente. Parecían una araña extraña, parecía que cobraban vida. Y en ese momento confirmó que músico era una de las cosas que él sería.
Imaginaba, e imaginaba… y pronto, sin saberlo, sus sueños comenzarían a hacerse realidad. Y no solo eso: a través de la música conocería a una persona que le cambiaría la vida: la Mujer de Oro.
Pero eso… se verá más adelante.
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