Capítulo 2: Una niña llamada Ángel/ Uriel Rodz.


Capítulo 2: Una niña llamada Ángel

No sé cómo describir a Ángel… es, quizá, una de las almas más extrañas que he cruzado en esta vida —al menos hasta ahora.

El Navegante, ya adulto, con sus veintitrés años a cuestas y el corazón cosido con hilos de incienso y errores, se encontraba una tarde tocando la guitarra junto a Sensei, un viejo amigo de acordes y nostalgias. Estaban en un parque cercano a un panteón, ese lugar donde los vivos le cantan a los muertos, o viceversa. Afuera, el aire parecía estar impregnado de muerte; quizá por eso nadie salía. Pero él ya no podía quedarse encerrado más tiempo. Necesitaba hablar con alguien, aunque fuera con una sola voz que no fuera la suya.

La rutina se le había vuelto una jaula. El recuerdo de la Mujer de Oro aún quemaba su pecho con heridas dulces, cicatrices que olían a rosas marchitas y secretos no dichos. Aquella experiencia lo había marcado como fuego en madera, como si su piel aún susurrara su nombre al viento.

Ese día, el Navegante cantaba con cierta inseguridad. Aunque hacía el amor a su guitarra con ternura, su voz le parecía frágil, como si estuviera hecha de papel mojado. Esa inseguridad era también un espejo de su vida: estaba por terminar sus estudios, pero se sentía un fracaso. No tenía rumbo. Tenía miedo. Mucho miedo.

Y fue entonces que ella apareció.

Ángel era pequeña. Delgada. Mal vestida. Extraña. Daba vueltas en una bicicleta como si flotara sobre el asfalto, y al escuchar al Navegante cantar, se detuvo. Lo miró. Observó sus labios y sus manos con una atención que desnudaba. Él, atrapado en su órbita personal, no quiso darle importancia. No buscaba nuevos planetas. No quería explorar más. Pero ese fue el inicio. El primero de muchos encuentros desafortunados.

El Navegante comenzó a encariñarse con la niña llamada Ángel. Aunque ella no alcanzaba aún la estatura de una flor abierta, no por eso era menos consciente del mundo. De hecho, parecía saber más que él sobre los rincones oscuros de la vida. Él creía haber visitado muchos planetas, pero nada se comparaba con el universo que Ángel traía en la piel.

En su cuerpo frágil —ese brazo tan delgado, esa cintura que parecía hecha de hilos de viento— se escondían los golpes de un padre violento, los silencios de una infancia rota. Ángel lloraba y gritaba en la soledad del mundo, como un pájaro con las alas mutiladas. Y aunque el Navegante la abrazaba, sabía que no podía recomponerle las mariposas rotas, esas que ya estaban muertas y de color sangre.

Antes de ella, el Navegante no sabía distinguir el amor de la ilusión. Pero con Ángel ocurrió todo. Se levantaba cada tarde, caminaba más de media hora para verla —aunque nunca supo cuál era realmente su casa. Tal vez no era un hogar, sino un infierno con paredes. Ella parecía ser del infierno, y su familia… de otro planeta. Como si no compartieran el mismo universo.

Caminar por calles desconocidas se volvió su pasatiempo: andar sin destino, sin meta, sin fin. Después de pasar horas con Ángel, el cielo caía lentamente y las estrellas bajaban tanto que se podían tocar y cambiar de lugar con solo extender la mano. Y entonces corría, siempre tarde, pero con el corazón encendido.

Y entonces ocurrió. El primer encuentro íntimo. Cargado de dudas, de miedo, de culpa. Pero sin planearlo… simplemente sucedió. No sabía que sería el último.

Antes de eso, la Buscadora de Ideas —su psicóloga— le había dicho que debía tener claro qué quería y qué no en una relación. Ese día, el Navegante lloró con toda el alma. Lloró tanto que se sorprendió de cuánta agua salada podía caberle dentro. Y en el fondo, lo sabía: ella no me da lo que necesito, le dijo a la Buscadora.

Así que rompió el corazón de Ángel. Le bebió la sangre, la tocó por dentro, le cantó al oído… y luego fue sincero. Le dijo que no podía continuar.

Lo que vino después ni él mismo lo esperaba. La ansiedad se apoderó de su traje gris de Navegante. El casco le pesaba. Respirar dolía. Y se hacía la misma pregunta una y otra vez: ¿Y si la Buscadora se equivocó? ¿Y si fui yo el indeciso de siempre?

La ansiedad volvió como un viejo amigo incómodo, como cuando estaba con la Mujer de Oro. El impulso de buscarla lo hizo hacer cosas extrañas. Un día la siguió todo el día, como si su amor fuera un imán indomable. Ángel jugaba con él, lo tenía pero no lo dejaba ir. Confundía. Dolía.

Cada mañana lo llamaba desde algún teléfono ajeno, pues no tenía uno propio. Hablaban poco, apenas unos minutos. Y aunque eso debería haberle causado alegría… solo dolía. O dolía y amaba a la vez. Y cuando dejó de llamar, el Navegante seguía despertando a la misma hora. La ansiedad ya lo despertaba sola. Su corazón bailaba de un lado al otro sin compás.

Y entonces, el segundo y último encuentro íntimo. Bajo la luna. Después de muchas lágrimas, muchas palabras con la Buscadora de Ideas… la historia terminó. O al menos, eso pensaba.

Pero el tiempo tenía otros planes. Ángel no desapareció del todo. Años después, regresaría. Como una tormenta. Como una maldición. Como una segunda oportunidad o una nueva caída. Para dejar un punto final. O tal vez… para abrir una herida aún más profunda.


Comentarios

Entradas más populares de este blog

"Madelin se desconectó de la red…"

Capitulo 1: El navegante imagina. Uriel Rodz.