Capitulo 3: La mujer de oro y su abeja /Uriel Rodz.
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Recuerdo la primera vez que vi a la mujer de oro. Era una mañana cualquiera, de esas que para el resto del mundo solo pasan sin dejar huella. Pero para mí, esa mañana se volvió eterna.
El viento de ese día parecía estar susurrando su llegada, y cuando cruzó la puerta del salón, algo dentro de mí se quebró… o tal vez se encendió.
Su cabello largo, ligeramente ondulado, se movía como si supiera que era observado. Sus labios, gruesos y firmes, parecían guardar silencios antiguos, misterios aún no nombrados.
Tenía una altura que desafiaba el promedio, y unos lentes que le daban un aire de sabiduría precoz. Su mirada no era solo profunda: era una grieta hacia un universo íntimo.
Recuerdo que, sin razón lógica, en mi cabeza sonó “Impacto” de Enjambre. Era como si alguien hubiera empalmado su llegada con una banda sonora escrita solo para mí.
Por ella comencé a escuchar a Enjambre. Sus canciones se volvieron parte de mi biografía emocional.
Era como si cada nota hablara de nosotros, incluso antes de que fuéramos nosotros.
**********
Cuando por fin fuimos pareja —después de cartas, señales, y pruebas de fuego como cargarla bajo la lluvia—, me descubrí nuevo.
Mi risa era más honesta, mi cuerpo más ligero.
Era como si sus abrazos despejaran los pasillos oscuros de mi alma.
Con ella, no fingía.
Yo era yo.
Y eso, para un navegante como yo, significaba haber llegado a tierra firme después de años a la deriva.
Nuestros días tenían aroma a mandarina y canciones melancólicas.
Escribía poemas, como si cada palabra pudiera guardarla un poco más, atarla a este mundo en papel.
Ella los leía como si escuchara mi voz en cada letra.
Yo se los entregaba como quien entrega reliquias: con temblor, con amor, con reverencia.
**
Esta mañana me despertó una llamada.
El reloj marcaba las 10, y aunque no suelo contestar números desconocidos, vi el nombre de la dama amarilla: su madre.
Sabía que algo no andaba bien.
Me pidió que fuera. Urgente.
En el camino, mi corazón golpeaba las costillas como si quisiera salir huyendo.
Sonaba en mi mente “Manía cardíaca”, como si mi cuerpo intentara avisarme del temblor que se aproximaba.
Ella, la dama amarilla, era una mujer de fe rígida, de voz autoritaria, de amor que más bien era miedo disfrazado.
Me habló de Dios, del pecado, del deber.
De que su hija no podía tener novio, ni besos, ni libertad.
A lo lejos escuché un sollozo.
Era ella.
Mi mujer de oro.
Me acerqué a su habitación, de paredes rosadas detenidas en el tiempo, donde colgaban fotos de artistas y recuerdos escolares como constelaciones de una vida que ya no era.
La abracé.
Y al contacto, todo el universo pareció suspenderse.
Sonaba en el fondo “La duda”.
Me contó que su madre, entre gritos y suposiciones, la había golpeado.
Que no creía en su palabra.
Que exigía pruebas.
Que le arrancaba, poco a poco, la dignidad.
En ese momento, entendí que hay personas que aman con cadenas.
Y que tarde o temprano, habría que romperlas.
La buscadora de ideas —esa amiga que siempre me habla con voz de psicoanálisis y afecto— me dijo que comenzaba a caer en una dependencia emocional.
Tenía razón.
La ansiedad, vieja amiga mía, empezó a tocar la puerta.
Pero como siempre, la ignoré.
Y como siempre, no se fue.
Comencé a perderme.
A esperar cada mensaje como quien espera un milagro.
A temer el silencio como quien teme el vacío.
Aun así, la esperaba cada tarde en la escuela.
Me encantaba verla caminar entre la multitud.
Era como encontrar oro en la arena.
Ese oro que brilla, pero que también duele.
Cuando la abrazaba, sentía que todo volvía a tener sentido.
Su aroma era mi refugio.
Sus manos, mis mapas.
A veces hacíamos locuras.
Nos acariciabamos en lugares prohibidos, como dos adolescentes que creen que el amor es inmortal. teniamos relaciones en publico, nu una ni dos ni tres ni cuatro...
Tomábamos fotos para atrapar el instante, para robarle segundos al olvido.
Una tarde lluviosa, abrazados en un parque, ella puso en su celular “Eliza mi hortaliza”.
Nos reíamos.
Nos besábamos con los ojos.
—¿Recuerdas la primera vez que me viste? —le pregunté.
—Sí —dijo, con una sonrisa que todavía me persigue—. Me pareciste tierno, misterioso. Como si escondieras mundos dentro. Y me sentí segura. Sabía que ibas a ser importante… aunque también supe que sería difícil.
Yo tampoco iba a ir ese día a la escuela.
Ya era final de semestre.
Pero algo, un impulso sin nombre, me empujó a levantarme.
Y gracias a eso, la vi.
La mujer de oro.
No cualquier oro.
Un oro ancestral.
Irrompible.
Lleno de historia.
—Prométeme que un día iremos a ver a Enjambre.
—Te lo prometo —le dije, sin saber que esa promesa iba a doler.
El día llegó.
Yo fui al concierto.
Ella no.
Y lloré.
Lloré entre treinta mil personas.
Lloré con la garganta ahogada de canciones.
Con mi hermano al lado.
Lloré con Enjambre sonando en el pecho como un corazón que se niega a rendirse.
—¿Recuerdas nuestro primer beso? —me preguntó un día.
—Claro —respondí—. Fue en la cafetería del centro, mientras la lluvia golpeaba los cristales.
Nos besamos entre tazas vacías y poemas llenos.
Y afuera, el mundo se detuvo.
Al salir, la lluvia aún no cesaba.
—Súbete a mi espalda —le dije.
Y ella, riendo como una niña, lo hizo.
Caminamos por todo el centro.
Los charcos eran espejos.
Las nubes, cómplices.
Ese día creímos que el amor era eterno.
Pero no sabíamos que también era frágil.
El fraccionamiento Zumpango olía a petricor.
Y nuestros pasos mojados escribían versos invisibles en la acera.
Yo, el navegante, guardé cada instante como si pudiera volver a ellos.
Y cuando la ansiedad volvió a tocar…
No me defendí.
La dejé entrar.
Porque ya no estaba ella para espantarla.
Hoy, cuando escucho a Enjambre, sé que no solo escucho música.
Escucho mi historia.
Nuestra historia.
El eco de un amor que fue oro…
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